«EL ARRIERO»
“Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”, decía Yupanqui…
por NICOLÁS SOSA BACCARELLI *
Empinado oficio el del arriero… Sin ferrocarril, sin camión, los arreos por tierra eran, años atrás, la única forma de trasladar de un punto a otro, por muy distantes que estuviesen ambos, la hacienda.
Desde que el ganado sale de la estancia hasta que ingresa a la del comprador o bien al matadero, el trabajo del arriero (resero, o tropero, siendo términos aproximadamente equivalentes) exhibe un grado de dificultad único entre los trabajos de campo. Entre los autores que se han dedicado al asunto, sugerimos la lectura del la obra “Trabajando de a caballo” de Roberto C. Dowdal, y, principalmente la “Instrucción del Estanciero” de José Hernández. Dice el autor del Martín Fierro: “Arreando hacienda es donde se prueba el conocimiento del hombre de campo(…) En este trabajo tiene el hombre que dar de sí todo lo que pueda dar…” y termina ofreciendo una lujosa comparación: El arreo es al hombre de campo, lo que la tormenta al marinero.
En la obra citada el poeta y ensayista hace un minucioso estudio de este trabajo. Comienza con una clasificación básica del ganado: “de cría” y “tropa” (animales destinados al matadero), debiendo poner mayor delicadeza en la conducción del primero. La hacienda de cría debe arriarse despacio, las jornadas deben ser cortas, y las paradas de descanso, muy seguidas “porque todo lo chico sufre mucho y extraña la marcha”. Previamente el arriero ha contratado peones de acreditada experiencia para la tarea, estos van a ponerse bajo sus órdenes durante la marcha. Su lugar en el arreo, es el más incómodo: debe ir atrás, vigilando el desarrollo completo, el trabajo de los peones que vienen por las orillas “conteniendo”, del que viene “haciendo punta” (hombre que debe conocer muy bien el terreno y conducir toda la animalada al ritmo correcto de acuerdo a las ordenes del capataz). El arriero viene detrás, vigilando y alentando a los animales que van quedando rezagados y que siempre son los mismos: los más pesados, los más chiquitos o en peor estado, las vacas recién paridas. El instrumento para “castigar” se llama -precisamente- “arreador”, siendo el arriero el único autorizado a llevarlo; por eso será más allá de su utilidad práctica, un bastón de mando, un símbolo de su autoridad. En el arriero recaen todas las decisiones y responsabilidades: dónde hacer las paradas, a qué ritmo moverse, encerrar o no, dónde hacer que los animales coman y tomen agua. Maneja intereses ajenos y depende de su sabiduría y experiencia el éxito del arreo, es decir: que la hacienda llegue a destino, con la menor cantidad posible de pérdidas y en buen estado.
Finalizo con esta belleza de Hernández: “El acarreador de ganado tiene la costumbre de usar un grito especial y una especie de canto monótono que entretiene al animal en el camino… los rondadores de hacienda prestan mucha atención a la clase de grito que ha de emplearse… Esos gritos son únicamente interjecciones en A-E-O y no emplean jamás las que suenan en I-U porque ellos dicen que inquietan y alborotan a los animales. La verdad es que con sólo oír silbar o cantar a un hombre que lleva hacienda, se conoce en el acto si es práctico en su oficio.»
La tarea de conducir por tierra, guiando de a caballo, hacienda de un lugar a otro ha sido uno de los trabajos de campo más difíciles, de mayor riesgo y de enorme responsabilidad.
El historiador mendocino Pablo Lacoste se ocupa de los arrieros de nuestra provincia en un trabajo titulado Transporte terrestre en el cono sur (1550-1850): Arrieros y troperos (artículo publicado en la Revista de estudios transfronterizos, de la Universidad Arturo Prat de Santiago de Chile). En dicha publicación explica Lacoste: “Hacia fines del siglo XVIII los arrieros trasladaban 10.000 mulas de carga por año a través de Los Andes y 1.600 carretas por las pampas… El arriero trasandino tenía que viajar por un terreno a la vez agresivo y desierto. A lo largo de la travesía, el arriero estaba expuesto a las más violentas tempestades, en caminos de cornisa de cuatro pulgadas de ancho, entre la pared de piedra y los precipicios” y citando al viajero Santiago Estrada dice: “Tenía que enfrentar el frío, el cansancio, el miedo y la soledad. Pero su fortaleza le permitía superar los obstáculos: El arriero pasa su vida al borde de los abismos, suspendido entre el cielo y la tierra, conduciendo sobre el lomo de sus mulas los productos que cambian los comerciantes chilenos y argentinos, y el correo que atraviesa aquellas inmensas soledades llevando sobre los hombros el fardo de la correspondencia y la nieve que cae sobre su cabeza, son dos tipos de valor y de fuerza que sobrepasan la talla vulgar…”
Algunos escritores se han detenido en este tema: poetas, ensayistas, narradores. Luján de Cuyo no fue ajeno a estas labores. Benito Marianetti en su bellísima obra “La verde lejanía del recuerdo” nos dejó un hermoso testimonio del paso de los arreos por una de las calles principales de Luján de Cuyo: la actual Sáenz Peña. Así lo recordaba:
“Por esa calle enfilaban hacia la cordillera los vacunos que eran llevados por tierra hacia Chile. En verano era frecuente el paso de nutridas tropillas de novillos y de vacas. Ágiles jinetes, muy bien montados, iban adelante, atrás y a los costados de los animales. Alaridos y atropelladas, lazos, rebenques que veíamos en el aire, pero que casi nunca se descargaban sobre los vacunos, mugidos, nubes de polvo, reses cansadas que se tiraban al suelo, vecinos saliendo con precaución a las puertas de sus casas, niños asustados que se pegaban a las faldas de sus madres, terneros recién nacidos, también pegados a las vacas. Tal era el movido espectáculo que la calle presentaba, por lo menos una vez por semana, en verano. En los meses del frío invierno, cuando había escarcha en las acequias, también solían pasar animales. Pero estos se quedan invernando en los nutridos potreros de Vistalba o de Potrerillos y Uspallata. Allí engordaban para el verano siguiente. La mayor parte de estos vacunos pasaba por El Portillo, Tunuyán arriba, de manera que nuestra calle no era el único camino para estas empresas. En aquel paso se desbarrancaban muchos animales. Era un sendero muy estrecho en el que los caballos y los mulares tanteaban el suelo antes de hacer pie firme. Cuando pasaban los animales, nuestra calle se llenaba. Se convertía en una guía caudalosa, llena de pezuñas, de cuernos, de bramidos, de caballos, de hombres montados, con poderozas nazarenas, afirmados en estribos de madera labrada, con amplios pañuelos al cuello y largos facones cruzados en la parte posterior de la cintura. Llevaban grandes sombreros con el ala doblada hacia atrás, y a veces se los sujetaban con barbijos.”
Ilustración de portada: "El resero" de Rodolfo Vedoya
* NICOLAS SOSA BACCARELLI: Periodista y abogado. Columnista y colaborador de medios gráficos de Argentina y México, entre ellos, el suplemento Cultura de Diario "Los Andes" de Mendoza. Es uno de los fundadores y director del archivo digital “La Melesca”, historias de Cuyo.