ANTONIO TORMO
Y LOS «VIEJOS VINAGRE» DE LOS AÑOS 50
por JORGE MARZIALI *
La canción popular es, seguramente, la expresión cultural más tangible, aquella que más rápido penetra en el tejido social. Viene del pueblo y retorna al pueblo lustrada por el talento y la sensibilidad de poetas sencillos, no necios; de músicos intuitivos pero frescos, no estereotipados; de cantores graciosos y emocionantes, no cómicos de burdel ni sensibleros a sueldo.
La “filosofía rock”, por su parte (no necesariamente su manifestación musical) es, desde hace más de treinta años, el nombre de la misión atávica reservada a los adolescentes: rebelarse, estar disconformes. El nombre es nuevo, la necesidad, el instinto, son viejos como la misma humanidad.
Efectivamente, para los que abrazaron esa filosofía, el rock es “querer que algo cambie”. Los adolescentes tomaron esa bandera para canalizar su aversión a la hipocresía, al “caretaje” a los retorcidos mecanismos del miedo enarbolado por los que tienen “experiencia”: “Estamos podridos de viejos vinagre…”.
Un adolescente “cabecita”
Para hablar del fenómeno Tormo es preciso recordar que en la década del 40 las políticas de Estado habían generado trabajo, sueldos dignos y la posibilidad de viajar, desde cualquier provincia, a Buenos Aires, ciudad vista desde el interior como la Meca de la diversión, el placer y el progreso personal. La invasión de los “cabecita negra” era así, inevitable. Y entre ellos llegaba -desde Mendoza- Antonio, paradójicamente rubio y con los ojos celestes, pero cabecita al fin.
En la Gran Ciudad, los hacedores de “éxitos” musicales -gerentes de compañías discográficas con sus centrales en otras tierras- estaban a las órdenes (como hoy) de los gustos y las conveniencias de sus patrones: “fox-trot”, “cha-cha-cha” y románticos boleros caribeños para deleite de los vencedores de la Segunda Guerra que no querían más “pálidas”.
– Usted tiene muy linda voz -le dijeron al cabecita-, mientras estudiaban como “vender” su “facha”: blanco, rubio, de ojos celestes. Cante cha-cha-cha y fox-trot y el éxito está asegurado.
– No señor -respondió el rebelde joven podrido de viejos vinagre-. Yo soy de Cuyo, canto valses, tonadas y cuecas. O canto lo que yo sé cantar o no vuelvo a grabar ningún disco.
Mientras tanto se conchababa en emisoras de moda, desde las que su voz llegaba hasta los otros “cabecita” que pululaban por fábricas de lo que luego sería el poderoso conourbano. Detenían sus labores para oír esa voz dulce y brillante que no venía a contar “la última noche que pasé contigo” sino a confesar: «linyera soy / lo que tengo lo presto o lo doy / no tengo norte, no tengo guía / para mí todo es igual…»
Cantaba en criollo y, aunque seducía con trovas amorosas muy bien seleccionadas (“Buscaba mi alma con afán tu alma”), reflejaba (hoy sabemos que intuitivamente) el proceso de inmigración interna, con su carga de nostalgia, desarraigo y lejanía: «Cuando salí del pago / le dije adiós con la mano / y se quedó mama vieja / muy triste en la puerta el rancho…»
– Quiero grabar un chamamé -dijo el rebelde cabecita, intuyendo la principal tendencia inmigratoria, la del orbe guaranítico con los paraguayos a la cabeza: «Esta noche que hay baile / en el rancho e’ la Cambicha / chamamé de sobrepaso / tangueadito bailaré…»
Antonio Tormo - El rancho e' la Cambicha - rasguido doble de Mario Millán Medina
Tres millones de placas vendidas en un país con diez millones de habitantes; un disco cada tres personas. El mito estaba instalado. El joven adolescente había logrado “cambiar algo”. Era un “rockero” (para decirlo en el idioma facilista de estos días) admirado por sus pares y adorado por un pueblo que, con 40 centavos, podía resolver todas sus humildes inquietudes de oxigenación cultural. Félix Luna lo cuenta así: “A tal punto quedó identificado Tormo con los cabecita que a estos los llamaban “20 y 20”: 20 centavos para una porción de pizza y 20 centavos para escuchar un disco de Tormo en las máquinas tragamonedas de algunos comedores populares”.
Llegó el año 1955 con la “intelligentzia” montada en los tanques y en los aviones pagados puntualmente por aquellos cabecita con sus trabajos. La voz del “cantor de las cosas nuestras” se apagó en las radios y en los escenarios.
Era necesario terminar con el mito. La compañía discográfica decide romper las matrices de las grabaciones de Tormo. Se pensaba que aquella “patriada purificadora” era un modelo perdurable para estas tierras. ¿Para qué guardar, entonces, grabaciones de alguien que canta para gente que ya nunca volverá a ser protagonista?
Los simulacros de democratización que vinieron luego, lo encontraron retirado. Ya entrada la década del 80, Tormo salió a caminar el país con sus canciones para recuperar su espacio.
El mejor homenaje que se le puede rendir hoy -cuando ya nos inquieta un nuevo siglo- es recordarlo como el único cantor representativo de un país que pudo ser…..y no fue; la voz de una comunidad que se debe a si misma un nuevo viento que venga a cambiar algo con pureza adolescente, con calidad y, sobre todo, con una fuerte conexión al país real.
Tormo
(Según el diccionario, “terrón de tierra”)
Lo encontré en mis orejas cuando el niño,
se gastaba en asombros todo el tiempo
y mi madre bailaba algunos tangos
abrazada al lampazo y al plumero.
Guaymallén era un rumbo y un regazo
y la acequia un proyecto marinero,
las guitarras, el único sonido
y el barrio, San José, el universo.
Era vals con tonada la congoja,
eran cueca con gato los festejos
eran brevas los postres de diciembre
y la siesta era un dios, siempre en silencio.
El, que nada sabía, se filtraba
con su canto finito y mañanero
a decir que el parral era una casa
y que los ríos son para vencerlos.
Después vino a contar lo de “Cambicha”
y el valor de sesenta granaderos,
la hidalguía de huérfanos, linyeras,
las ignotas pastoras que se han muerto.
Hombre yo, lo encontré en un escenario
y nos fuimos cantando Cuyo adentro,
con el abrazo de una cordillera
que cuida, como madre, el canto nuestro.
Los cantores no mueren si han cantado
a la luz de la lámpara del pueblo,
ni Arancibia Laborda allá en Mercedes
ni el gran Buenaventura, mensajero.
No mueren Don Hilario ni Palorma,
ni Tejada, la voz de los obreros,
ni Montbrum que esta vivo y a dos puntas
ni este Antonio, que es tormo y es eterno.
Y es más que tormo, es tormagal, tormera
tierra en terrón que nos está volviendo,
con la inocencia virginal del grillo
y con la fuerza de los toneleros.
Lo encontré en mis orejas y lo nombro
porque un niño me viene de regreso,
y una acequia y un vino, una guitarra,
y un aro y una madre con plumero.
Jorge Marziali
Publicado en el diario "Río Negro" en Diciembre de 1999
* JORGE MARZIALI. Poeta, trovador y periodista mendocino. Fue redactor de "El Diario" en Mendoza y en 1976 se radica en Buenos Aires. Trabajó en Educación del Diario "Clarín" donde también edita una página de música popular. Su vasta e importante obra musical está registrada en varias placas discográficas. Fue declarado "Maestro del alma" por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, entre otras distinciones que recibió.