ALFONSO SOLA GONZÁLEZ
Reunimos dos exquisitos testimonios de admiración y cariño hacia el gran poeta entrerriano radicado en Mendoza, Alfonso Sola González. Aquí, el emocionado recuerdo de Francisco Madariaga y de Olga Orozco.
Recordación de Francisco Madariaga*
La entrega de Alfonso para con la poesía era total
Conocí a Alfonso en un banquete que se ofrecía al escultor cordobés Horacio Juárez en una taberna de San Telmo. Al terminar la cena, Alfredo Martínez Howard, otro entrerriano, me presenta a Alfonso y me invita a otro bar, el Atlantic, que aún está tal cual en México y Paseo Colón. Estaban también Telo Castiñeira de Dios y otros amigos. Hasta la mañana siguiente estuvimos bebiendo y discutiendo. En determinado momento de la noche estalló una pequeña gresca a causa de una bella mujer que compartía nuestra mesa. Volaron vasos, manotazos, y el sombrero verde claro de Alfonso. Terminamos llorando abrazados, humillados por la pelea. Yo, que tenía diecisiete años, diez menos que Alfonso, había sido el blanco de sus bromas irónicas. Ese fue el comienzo de una querida amistad.
Uno de los rasgos más notorios de Alfonso era su elegancia y fineza, que le valieron el apodo de “El Príncipe”. Tenía una combinación de caballero español y europeo en sus modales, rasgos que por otra parte también estaban presentes en su poesía. Esos eran años de gran turbulencia política. Alfonso, que siempre fue nacionalista y católico, se adhirió al naciente peronismo. Eso lo llevó a distanciarse de muchos amigos, pero nosotros, que no éramos peronistas, seguimos siendo amigos y cenando día por medio juntos. Recuerdo que con el pintor Moisés Nusimovich y con Martínez Howard habían alquilado entre los tres un pequeño departamento en la calle Ceballos, frente a la central de policía. Cuando regresábamos, pues yo a veces me quedaba a dormir allí, luego de interminables cenas, al amanecer y sin un centavo, el policía de guardia más de una vez tuvo que pagarnos el taxi.
El 17 de octubre de 1945 estábamos cenando en una parrilla en Congreso. En un momento empezó un griterío infernal, balazos, bombas, vidrios rotos. Una multitud estaba atacando la sede del diario. Llegó la policía y cerró la persiana del restaurante. Estuvimos allí encerrados hasta la mañana siguiente Alfonso, Alfredo, Telo Castiñeira de Dios, el poeta Carlos Latorre y yo. Cuando terminó la batalla, cinco policías entraron en el lugar festejando el triunfo y azuzando a los parroquianos. Alfonso se burlaba de nosotros por nuestro terror, ya que no podíamos sumarnos al festejo. Su adhesión política era muy firme.
Otras veces cenábamos en el Robino, una fonda que era centro de reunión de opositores, pero Alfonso igual se reunía allí con nosotros.
La entrega que Alfonso tenía para con la poesía era total. Guardaba bajo su cama los libros de sus poetas más cercanos: Rilke, Cernuda, Milosz, entre otros. Tenía una gran influencia religiosa, sobre todo un asombro estético frente al fenómeno religioso, y una gran influencia de la tradición española, pero también un gran conocimiento de las corrientes europeas modernas. No se circunscribía a una sola influencia, sino que las amalgamó en profundidad. Él resolvió en forma muy original y particular la relación entre religión, tradición y modernidad.
Pese a su adeshión al gobierno, no se transformó en un poeta oficial, mantuvo siempre su individualidad y su originalidad. Esto se ve claro en su evolución posterior, ya que su poesía siguió incorporando nuevos elementos, como el surrealismo y el tango, o ciertas voces del habla popular.
Cuando regresaba a Buenos Aires, solíamos reunirnos en la casa de su gran amigo Oliverio Girondo, donde nos encontrábamos también con Olga Orozco y Enrique Molina. Conservaba siempre su apostura fina y elegante. Fue sin duda uno de los mejores poetas que dio su generación.
* FRANCISCO MADARIAGA: Diario "Mendoza" - 20 de Octubre de 1985. Testimonio recogido por Víctor Redondo.
Testimonio de Olga Orozco *
El amigo habla con los crepúsculos muertos sobre Lochem
Allí estaba, frente a mi puerta, en aquella Nochebuena de 1940, tímido, sonriente y confundido, con su aspecto de príncipe errante, dispuesto a entregar una carta y a seguir marchando contra el viento y bajo la tempestad. Le insistí para que se quedara a la cena de medianoche. Recuerdo su espíritu de celebración -a pesar de las ráfagas de melancolía que apagaban a ratos las chispas azules de sus ojos y se filtraban en sus silencios y en sus palabras- y el exaltado fervor con que colaboró en todos los despliegues pirotécnicos cuando cesó la lluvia. Bengalas, chorros de estrellas, fuegos de artificios y globos iluminados despertaban en él un azoramiento y un estusiasmo casi infantil, como los que pueden provocar los incandescentes emisarios de otros mundos. Entendí después que él mismo era un mensajero, alguien que llega herido, sobreponiéndose a las apariciones y a las acechanzas del camino, y parte otra vez, convaleciente, para llegar a otro lugar con la herida de lo que acaba de dejar.
Continuamos viéndonos regularmente. Sus viajes desde Paraná hasta Buenos Aires, eran entonces frecuentes. Llegaba sorpresivamente con un revuelo de arcángel, frágil y delicado, elegido para una invariable juventud como casi todo geminiano. Aparecía con su ceremonioso traje azul. Su impecable camisa blanca de cuello duro y su permanente aire de desarraigo, y andariego destierro, dispuesto a pasar tres o cuatro noches sin dormir. (A veces añadía a su candorosa solemnidad la distancia de un par de anteojos ahumados, para llorar disimuladamente algún amor desdichado, de acuerdo con su propia confesión). Ignoro cómo eran sus días en un sombrío hotel de luces verdosas, donde a veces se le aparecían de escalón en escalón las pálidas manos de Virginia Donatelli, asesinada, descuartizada y arrojada en un lago de Palermo hacía unos veinte años. Yo lo encontraba por la noche. Lo veía entrar a casa Daniel Devoto por el balcón, de acuerdo con la costumbre establecida -en un alba confusa se deslizó también equivocadamente, por maliciosa indicación de alguien en el departamento de una beata madrugadora que se vestía para ir a misa y alborotó a todo el vecindario con sus escandalizadas jaculatorias-. Nos reuníamos en casa de Oliverio Girondo y Norah Lange o en mi propia casa, en alguna cantina de La Boca, en un bar de la calle Catamarca hacia el que nos arrastraba hacia un cielo ya lívido Eduardo Bosco. No diré que en toda ocasión nos sorprendía la madrugada, porque la madrugada no sorprendía a nadie: era una comensal habitual, la última recién llegada. Al partir hacia Paraná, Alfonso llevaba estampadas en las ojeras, las desmedidas trasnochadas y en el cuello duro de la camisa, líneas de poemas, firmas, mandalas y recomendaciones de último momento. Las llevaba no sólo naturalmente sino que con cierta indolente alegría, como quien sabe que lleva una protección y un abrigo para buena parte de la travesía.
Era la época que siguió a la aparición de la revista Canto, después a la de Verde memoria, cuando Daniel Devoto inició generosamente las ediciones de Gulab y Aldabahor, el tiempo en que conversábamos inagotablemente la literatura y en que la mayoría de los poetas cultivaban un desapego de hijos pródigos, despreciaban la prudencia y el orden y apostaban la vida y el porvenir a peligrosas aventuras, aunque sólo las cumplieran en un espacio de proyecciones atemporales, como se cumple la poesía misma. Allí, Alfonso habitaba una mansión de piedra entre reyes olvidados y servidores mudos, y vivía un amor devorador, absoluto e imposible. Yo le preguntaba por sus lebreles, por sus posesiones en Lochem, donde en la más alta ventana de una torre ruinosa le esperaba una mujer llamada Palemor, que tenía un candelabro de plata en la mano, y miraba hacia un ocaso herrumbrado de un jardín taciturno. Preguntar todo esto era casi preguntar por el asunto mismo de sus espléndidos, lujosos y agónicos poemas. Pero la historia tenía variaciones: a veces las uñas largas de Alfonso, o sus dientes algo encimados con agudos incisivos servían para componer un lánguido vampiro enamorado que tenía prisionera a Palemor; otras, la palidez y la demacración de él era evidencia de que Palemor era una perversa aparecida, una muerta capaz de resucitar por la fuerza de la apasionada carne, y entonces Alfonso pasaba a ser el incestuoso hermano fugitivo o el aterrado visitante que huye como en La caída de la casa Usher. Las posibilidades de combinación eran muchas, casi inagotables, matizadas por injertos de personajes reales y fantásticos, entre los que planeaba la sobre del Gran Meaulness, huyendo hacia el mar y las tumbas de Lofoten, Ese lugar del maëlstroms de Milosz se lamentaba de no poder ver jamás armado con ese laúd constelado de Nerval, que “lleva el sol negro de la melancolía”.
Y de pronto el grupo se dispersó, como si cada uno hubiera sido convocado urgentemente desde otro rincón del mundo, desde otro rincón de su biografía, desde otro rincón del insomnio. Algunos años después tuve noticias indirectas: el “Flaco” Sola se había casado, vivía en Mendoza, tenía una cátedra en la Universidad de Cuyo, era el padre feliz de seis criaturas. Me confirmó estos datos desnudos sin demoradas y carnosas envolturas durante una controvertida Feria del Libro que me llevó a Mendoza incautamente en 1967 y en la que nos encontramos por brevísimos minutos, minutos concedidos como un homenaje de amistad venciendo el rechazo que le producía la organización de aquella Feria que había tenido escasamente en cuenta a los escritores del lugar, hecho que provocó mi rápido regreso.
Unos años después, en 1974, me visitó en Buenos Aires. Llegó a casa al atardecer y subimos enseguida en un inmenso carricoche con todos los amigos muertos y los pocos, poquísimos, que aún quedaban vivos, y viajamos por la noche, recorriendo otras noches, historias, fiestas, fervores, despedidas, comparadas obligatorias para la poesía y para otro brindis a cada vuelta de la esquina. Fue un paseo extraño, inquietante, fantasmal en el que se nos perdían grandes trozos de ciudad, años enteros, personajes y frases, bajo lentas avalanchas de arena. Se lo llevó el alba, como siempre. No lo vi nunca más. Cuando me dijeron del final, pensé que había logrado abrir la puerta, esa que llevaba consigo y que daba a Lochem o a algún otro lugar que lo esperaba con su eternidad, y repetí entonces unas palabras de La Casa Muerta, que creía olvidadas: “Ya has pasado la muerte, ya has vencido”.
* OLGA OROZCO: Homenajes en el aniversario de su muerte del Diario "Los Andes" de Mendoza el 24 de Octubre de 1993.