ANTONIO ESTEBAN AGÜERO
por JORGE MARZIALI*
Estoy en San Luis. El canto -cicerone gentil- me ha paseado este verano por medio país y en estos días me ha depositado en la punta de estas antiguas sierras centrales, que con más de seis mil años, guardan pictografías y petroglifos allá, más al norte, en los alrededores de San Francisco del Monte de Oro.
Hace unos días, cerrábamos en Cosquín el encuentro denominado «Poetas que cantan», un brazo del publicitado fenómeno de música estival; un brazo enriquecedor y entrañable. Allí no falta nunca la referencia a Antonio Esteban Agüero, Castilla, Tejada Gómez, Jaime Dávalos, Lima Quintana, Morisoli y cientos de otros que levantaron a su tiempo la bandera de la palabra.
Febrero recién asomaba la nariz y la conjunción de calendario y poesía decantó en el nombre del gran puntano: «¿febrero..?, pero si es el mes de Agüero… !» Efectivamente: el siete cumplió 92 años.
De ahí en más, y sabiendo que el destino era San Luis, todo fue recordar y…, ganas de verlo. Y ante la emoción de imaginar el encuentro, comenzaron las dudas; cierta incertidumbre por no tener resuelto filosóficamente eso de estar vivo sin estarlo; ese asunto de estar vivo en la obra y con el cuero ausente.
¿Acaso un ser humano no es lo que hace? Y si la obra de Agüero está tan viva, ¿cómo demostrar su muerte, más allá de los detalles de huesos ausentes y otras menudencias, que en el caso de los hacedores significan nada o casi nada?
Ninguna muerte. Los poetas escriben previendo futuras entrevistas, ulteriores necesidades de orientar el mundo cada vez que los pragmáticos ascetas enchastran lo común y ensucian su charco para que nadie descubra que en el fondo hay la nada.
La duda carcomía: ¿cuál Agüero es el que nos iba a recibir: el eglógico y sencillo de los «Poemas lugareños» y el «Romancero aldeano»; el decidor del orbe a través de su «pequeño país» o el filósofo y denunciante de las «Canciones para la voz humana»?
Lo más atinado, pues, era arrancar con un tema tangencial; asuntos de alrededores para nada inquisitivos.
– Antonio: venía pensando en la recurrencia de los poetas en la exaltación de las bondades del vino…
– ¿Sabe qué sucede? Es que el vino «abrevia y endulza las leguas del camino/corona mi merienda de risa y alegría/y limpia de cansancio los trabajos del día/permite que contemple cada buen labrador/las sombras de la dicha después de la labor/hace que la siesta dormida bajo un tala/se pueble de quimeras y que la vida mala/esconda su aspereza, su espina, su fealdad/y que se muestre el hombre en su clara verdad».
– Pasé por Merlo hace unos días y he visto ahí algunos signos de eso que llaman comúnmente progreso…
– Ay… , algo me han contado al respecto. Les he pedido a esos «señores sin lunas ni alamedas; señores de manos afiebradas y afiebrados minutos» que me escuchen. Les he dicho: «no vengáis a mi tierra; perdonadme/ este raro deseo; tiembla mi alma/por la suerte de este aire sin aviones/de este viento sin muros, de esta clara/inutilidad del arroyo; tiemblo, temo/por la fuga lunar de las majadas».
– Es que el progreso es inevitable. El hombre busca y descubre nuevos modos de producción de bienes, se vale de herramientas nuevas, tecnología más sofisticada…
– Las máquinas -amigo- «existen para que el pan,/el vino/ y el pez/se multipliquen/para que tú me escuches/y yo te mire/detrás de las fronteras/sobre el último límite/y la música sea la que ordene países/y la mano del hombre/con pulgar oponible/dibuje en la materia/el rostro de los sueños/y ensueños increíbles/y el cielo con la tierra/de nuevo se mariden/… / Las máquinas existen/para que el mundo sea/la estrella de hermosura/que los antiguos dicen».
– Antonio, quiero ser sincero: extraña un poco que después del reconocimiento que ha tenido en Buenos Aires, publicando en los más importantes periódicos, usted renuncie de algún modo a eso y siendo joven aún, dé su batalla desde un lugar tan apartado…
– Vea joven: es una forma de regresar al canto, «como hace tres mil años/cuando Homero/soltaba mariposas/pájaros,/dioses/arqueros/y barcos/en medio de las plazas/al borde de los patios/sobre azoteas claras/en ciudades de muros herrumbrados»/… Regreso «como aquel que regresa/luego de ciego largo/difícil, triste viaje/al hogar de los padres y comprende/que allí esperaba lo buscado…»
– Es casi un denuesto para desertores varios…
– Es que si «nosotros/ desertamos/¿qué será de los hombres/entre los números frenéticos/los conceptos abstractos/las leyes que vencen la alegría/el acero, el asfalto/la penumbra gregaria de los cines/que vulnera la lumbre de los machos/y corrompe la savia de las hembras/los trenes subterráneos/el olor al petróleo y al aceite/quemados/la anémica yerba de los parques/los departamentos cuadriculados/donde gimen las flores y agonizan/los niños de mirar anciano/y el yermo/oscuro cielo/sin campanas/estrellas/tempestades/ni pájaros»?
– Quería comentarle que, un poco al norte de Merlo, en Villa Dolores, he visto hombres vendiendo pájaros robados al monte; pensaba con buena voluntad, que es una opción ante la posibilidad de que los maten a piedrazos…
– A los niños que andan hondeando pájaros deberían leerle un romance escrito allá por el 46 (1946) que incluye una especie de leyenda; algo así como la conclusión del «Flautista de Hamelín», salvando las distancias con la erudición europea (risas). Allí cuento lo que le sucedió al niño: «espectros de aves difuntas/le cortaron el camino/fantasmas de aves difuntas/transparentes como vidrio/surgieron de todas partes/y volaban sobre el niño/picábanle las espaldas/le picaban los tobillos/…/el niño huyó por el bosque/como gamo perseguido/mas los pájaros gritaban/en su lenguaje de trinos/¡¡niño malo, niño cruel/niño de perverso instinto!!/…/Las aves eran tras él/como un viento vengativo/un duro viento de muerte/cada vez más duro y frío.»
– No hace mucho tiempo, un tal Aldo Pellegrini opinó, en una breve nota, que la poesía tiene una puerta herméticamente cerrada para los imbéciles y abierta de par en par para los inocentes.
Humildemente pienso que el problema no son los imbéciles; que quizá causen más daño aquellos poetas que creen que la tarea es construir una enredadera ininteligible de verbos y adjetivos para ser considerados como tales.
– Ahh, sí, se los dije: «vosotros los traidores/minúsculos estetas/que destiláis veneno de una rosa/pintada por pintores abstractos/vosotros los selectos/los exquisitos/los asépticos y asexuados/que escribís para el oído electrónico/de los robots mecánicos/¿por qué no bajáis de las torres/y quemáis las heladas bibliotecas/donde guardáis ratones y mentiras/y hundís vuestros barcos/y volvéis a la tierra nuevamente/a caminar descalzos/por la tierra desnuda y poderosa/sucia de pueblo y polen/impura de animales/hojas secas/y barro? “
– Finalmente: Dardo Cúneo ha dicho que usted se sitúa entre el pueblo para que su poesía asuma el temblor y el desafío de los días por venir…
– Vea, en principio, «yo no soy un poeta; simplemente/soy un obrero que construye cantos/con la luz de la voz/como los otros hacen objetos de metal golpeado/Con la luz de la voz/desde el pasado/con la luz de la voz/para mañana/…/No me miréis así como si fuera/yo diferente, de linaje extraño/sólo soy un obrero que trabaja/sobre el oscuro yunque de su canto/con la luz de la voz/con la luz de la voz/con la luz de la voz, como los otros/con su martillo de cristal llorado».
Publicado en "Diario La República" de San Luis - 28 de febrero de 2009
* JORGE MARZIALI. Poeta, trovador y periodista mendocino. Fue redactor de "El Diario" en Mendoza y en 1976 se radica en Buenos Aires. Trabajó en Educación del Diario "Clarín" donde también edita una página de música popular. Su vasta e importante obra musical está registrada en varias placas discográficas. Fue declarado "Maestro del alma" por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, entre otras distinciones que recibió.
UNA CAUDALOSA VOZ POÉTICA
Cerca de un nuevo aniversario del fallecimiento de Antonio Esteban Agüero, el gran poeta puntano -nació el 7 de febrero de 1917 y falleció en junio de 1970- este texto rememora y exalta su figura y su obra.
por LUIS RICARDO CASNATI *
Un monarca, desde el punto de vista del arte, es como un cielo estrellado: innúmeras fortunas luminosas lo pueblan, pero hay una que esplende nítida sobre las demás porque su brillo especial podría ser la diputada de las otras, la encarnación de las mejores virtudes del conjunto y la que podría representar lo esencial, lo emblemático, lo definitorio del corazón y el latir de la felicidad.
En cuanto a poesía, que es la huella que transitamos hoy, también esa simplificación nominativa se da. Si en Mendoza, por ejemplo, hubiera que concretarse, anclaríamos en Bufano. Y esto no desmerecería ni a Ramponi, ni a Calí, ni a Draghi Lucero, ni a Kaul, ni a Juan Solano, ni a tantos otros que han clavado sus flechas en el inmenso corazón de las musas.
Pero que el espectro del campo de Bufano abarcó toda la mendocinidad, porque ninguna de las bellezas o característica que hacen a la íntima constitución de lo nuestro está ausente en su registro poético. Y lo que decimos de Bufano para Mendoza lo podemos decir de Antonio De La Torre para San Juan, de Luis Franco para Catamarca, de Pedroni para Santa Fe, de Capdevila para Córdoba, de Manuel Castilla para Jujuy, de Juan Carlos Dávalos para Salta, de Fernández Moreno para Buenos Aires. Y también, y aquí la meta de la disquisición, de Antonio Esteban Agüero para San Luis.
Este hombre benemérito, este soldado de la poesía (esa hada escapista, esa águila difícil de apresar, esa raíz que hay que descubrirla en los ríos de la sangre) está aquí con nosotros para alzar hasta las nubes el espíritu de Mendoza.
En 1936, un año antes de que apareciera el primer libro de Antonio Esteban Agüero, se debatió en Buenos Aires, en sesiones estructuradas por el PEN Club Internacional, el tema «Porvenir de la Poesía». Dos posturas resumieron las ideas dominantes de aquellas públicas reflexiones: el regreso a la naturaleza y el apoliticismo en la creación poética.
La primera fue sintetizada por Jules Supervielle así: «Mi anhelo es que las preocupaciones de los hombres de las ciudades no hagan desaparecer, poco a poco, de la poesía, la hierba y el cielo, y los árboles, y el aire libre y la paz de los campos. Los versos de amor se enrarecen en Europa. Ojalá puedan en América y Asia conservar su beneficio y su deseo». La otra postura tuvo un portavoz en Henri Michaux: «La buena poesía es tan rara en los patronatos como en las reuniones políticas.
Misteriosamente, un problema social o cívico que interesa o conmueve al hombre pierde, al entrar en la zona de las ideas políticas, toda inquietud, toda vida, toda emoción, todo valor humano. En poesía, vale más haberse estremecido ante una gota que cae al suelo y comunicar ese estremecimiento, que exponer el mejor programa de cooperación social. El poeta muestra su humanidad de un modo peculiar, a menudo inhumano, pero sólo aparente y momentáneamente inhumano. A simple vista antisocial o asocial, puede ser genuinamente social».
Probablemente, Antonio Esteban Agüero ignoraba estos cabildeos literarios de su colegas, que trataban de llevar a un plano común el fulgor poético que nace del alma y la alta digresión conceptista y filosófica que hace pie en la inteligencia razonadora. Él estaba en su tierra puntana, que era un paraíso, sumamente ocupado mirando el atardecer. Porque su fineza interior lo mandaba plenificarse con las bellezas de su tierra para luego otorgarles estatura literaria desde la bondad de su voz.
Todos los bienes que asombran a sus ojos quedarán registrados sutil y conmovedoramente. Nada escapará a su pulso de poeta, donde el nombrador incluirá a un minucioso naturalista, a un finísimo observador que en la misericordia de su palabra volcará los visibles y los escondidos detalles de cuanto cae bajo su lupa montañesa. Apresará en sustanciosos versos su idéntico entorno que se proyectará a otra latitudes marcado por su impronta, transfigurado por la ternura de su penetración descriptiva.
Nada es pobre para él, nada es tan desprovisto de belleza que no merezca la alusión o la detención de su virgiliano desvelo. Tiene urgencias de hacedor de mundos, al que le parece que no le bastan los seis días de la creación. Y así compone una versión de lo que circunda, por lo cual San Luis es conocida en el resto del país. Él dirá lo que se ve y lo que no se ve, la envoltura de la belleza y el corazón secreto de la belleza. Tarea enorme la suya, parecida a la de los taumaturgos y que su provincia no podrá pagar nunca, porque su valor y su significación con inmedibles y superiores a toda posibilidad de convenio.
No fue el primer cantor de las magnificencias de su tierra, pero sí el que con dimensión más caudalosa las llevó al poema, y el que mostró todo el abanico, sin olvidar nada de los puntanos bienes materiales y morales.
San Luis de la Punta desfila entera por sus versos de descubridor y conquistador, con sus animales de fuste y sus pequeños animalitos, pájaros, insectos, de los que conoce ámbitos y minucias con precisión de zoólogo, los árboles, ramas y plantas y flores con sus ciclos y aromas, las sierras, los valles, los ríos, descriptos uno por uno con filiación enciclopédica exhaustiva, no sólo de rasgos diferenciales, sino de espíritu o ánima poética que les confiere estamento lírico de unicidad, y las distintas nieves, y las muchas aguas y la irrepetibilidad de los cielos y la recoleta dulzura de los patios , y las figuras de la tierra, algunas rescatadas de su tránsito de olvido, cazadores de guanacos, músicos sin conservatorio, indios acristianados, puesteros, quirquincheros, y desandando el tiempo, las viejas guerras, los viejos conquistadores y caciques y hurgando en el puente del estómago a corazón, lo que no se conoce en los menúes de Versalles: el asado de tira, la mazamorra o el mate.
Antonio Esteban Agüero publicó en su vida mucha obra, pero, (y ésa es la suerte mezquina de los creadores que no habitan las grandes ciudades, y por lo tanto desconocen los citados caminos de las amistades e influencias que llevan a la edición, a la nombradía y a los premios), tras su partida en 1970 se encontró en los muchos cajones de su escritorio una extensa labor inédita que redondea acabadamente su radioso impulso poético. El amor de su familiares, orgullosos de la mágica raíz, ha ido llevando ese tesoro, en las medidas de sus fuerzas, de la oscuridad hacia la luz.
Y en 1973 aparece, para solaz de las letras castellanas, «Un hombre dice su Pequeño País». El libro está compuesto de trece cantos, o trece «digos» como los nombra el poeta, que sustantiva el verbo para darle el peso concreto de las cosas de ver, tocar y admirar. La sola enumeración de los temas da la pauta del espíritu nativista y profundamente «folk» que ilustra su contenido: «Digo a Juan Koslay», «Digo los primeros días», «Digo las guerras» y así siguiendo, «Digo el llamado, «la mazamorra», «los primeros días», «la tonada», «la fauna», «los arroyos», «el mate», «la flora», «la minga», «los oficios», «las guitarras». Trataremos de tocar el corazón de algunos de ellos.
El primero de «los digos», como mencioné recién, está dedicado a Juan Koslay, ¿Cómo es la trama y quién es Koslay? Pues sucede que es el Capitán General de Chile, Don García Hurtado de Mendoza, envía a sus capitanes a fundar ciudades de Cuyo. Es así que en 1596 Luis Jofré de Loaysa funda la ciudad de San Luis de Loyola de la Punta de los Venados. Y Agüero parte de esta circunstancia.
Imagina a los soldados españoles, con sus yelmos y corazas, con la fatiga de las muchas leguas recorridas desde el otro lado de la cordillera, y deslumbrados por el paisaje de lo que después será la provincia oriental de Cuyo, sobre todo cuando luego de la inmensa planicie avizoran el bucólico respaldo de las sierras. Y ahí también Jofré de Loaysa cree descubrir el lugar óptimo para enraizar una ciudad. Y cumple con la ceremonia, pues «El capitán entonces con la espada trazó en el aire una ciudad aérea, dibujando la plaza y el ejido, acá el Cabildo, más allá la iglesia, el fortín al llegar a las colinas, allá los ranchos de la soldadesca. Y al mirar una fuga de venados, con ese nombre bautizó a las sierras, y a la ausente ciudad que dibujaba con el acero de su espada nueva.»
Pero los españoles no están solos. Los nativos del lugar, como en signo de mágica hermandad, los acompañaban en un acto solidario y fraterno. Curioso en verdad, pues lo que uno imagina, luego de haber escuchado y leído tanto de fortines, de malones y de espantosas batallas entre colonizadores y aborígenes, es la sustancial enemistad y los límites de sangre y de rencor que hacían no miscibles a estos dos grupos humanos: el que estaba aquí vaya a saber desde cuándo, y el que venía de más allá de la cordillera, a la que habían llegado desde más allá del mar.
Sin embargo, la flor rara se dio. Fue una excepción sonriente para alternar con la monotonía de la violencia y el odio. Los indios michilingues con su jefe, Koslay, eran sencilla y buenamente hombres al lado de otros hombres. Todos eran en ese momento hijos de algún ser supremo, y todos, el unísono, festejaban que sobre el desierto, a partir de esta ceremonia ritual, comenzará a erguirse el ordenado albergue de los seres, con sus plazas, sus torres y sus murallas.
Pero entre las doncellas indígenas está Juana, la hija del gran Jefe, a quien un Eros vernáculo enlaza con un soldado español. Y el amor sobreviene. Y sobreviene la numerosa descendencia, que ostentará en su piel, sobre el claror de la raíz visigótica, lo que tostará después el rojo sol de América.
¿Cómo se expresa Antonio Esteban Agüero en su «digos»? Pues aquí no hay retruécanos, ni metáforas dislocadas, ni laberintos verbales, ni altisonancias, ni imágenes de chisporroteo, ni figuras pedantescas, ni palabras con oriflamas y zancos. Todo está presentado recta y directamente, como quien conversa con discreta riqueza y sólo cuida el tránsito con un carril de música que no proviene de las escuelas leguleyas sino de un instinto de la sangre. Es lo que se denomina «el sencillismo», es decir, la contención y la austeridad expresiva, donde nada falta para llegar al meollo de la intención poética, pero donde tampoco nada sobra.
Es la época de las voces de Ernesto Barreda, Francisco López Merino, Alfredo Bufano. Ellos encarnan una nueva postura, no de renovación revolucionaria, sino de llaneza y sobriedad. La tentación se vuelve al entorno, a lo próximo, a lo cotidiano, con sus paisajes de siempre, donde quedan elementos para descubrir ya alambrar. Esta poesía no venía en son de guerra ni a hilvanar teorías metafísicas o estéticas, todo en ella es inmediato, todo participa de lo sosegado, de lo diario, de lo conforme.
¿Y a qué formar recurre el gran puntano? Después de lo dicho, de no haber leído al poeta, uno pronunciaría el uso de octosílabo, que es el metro popular español y también el argentino. Es el metro de los romances, el metro del «Martín Fierro», es el metro más usado en los tangos, la música popular del puerto de Buenos Aires y ya de todo el país. Y asimismo de las letras de intención folklórica.
Pero no así, y no deja de ser curioso: el metro más frecuentado por Agüero es el endecasílabo, esa medida rítmica nacida en el medioevo italiano e introducida en España a fines del siglo XV por aquel Juan Boscán de los «42 Sonetos Fechos al Itálico Modo».
Nuestro poeta practica en muchas de sus composiciones el romance mayor, con sus escrupulosas once sílabas escolásticamente acentuadas y su rima asonante en los versos pares. Por excepción recurre al alejandrino, agrupándolo en cuartetos, como en «Digo la Minga» o combinando los versos impares con un sesgo muy clásico: once con siete, con cinco o con nueve.
No deja de ser notable que la llaneza de los temas se sirva del más académico y culterano de los medios expresivos. Es que un buen poeta lo puede hacer todo, y aliar lo aparentemente irreconciliable en un feliz manojo donde conviven lo inmediato, lo modesto y lo sencillo con el resplandor de la cátedra.
Y ahora debemos irnos. Hemos levantado apenas el velo que cubre la honda poesía de «Un Hombre dice su Pequeño País» para que por su aroma levemente percibido entrevean ustedes la maravilla del jardín y se paseen por él a sus anchas para aprender toda su gracia y todo su regalo.
Pero ¿cómo nos iremos? ¿Orillados por la aparcería cordial de las palabras? ¿Razonando dialécticamente sobre los posibles secretos y las seguras magias del egregio vate puntano? Yo creo que es mejor acunarnos con su propia voz, como si terciara aquí con los versos más levantados del libro para que la música de la guitarra, que enaltece y glorifica en un poema que es un verdadero poema de amor, llene con sus notas nuestro ámbito y nuestros corazones. Canta Agüero:
«Y la otra guitarra, la que guardo entre pecho y
espalda, la que tiene cordaje masculino y
diapasón del alma, la guitarra interior que sólo
siento cuando abrazo silencios en la almohada?
Y aquí lo nuestro ahora:
«Es mi retrato, el rostro
que repite el espejo en la mañana,
aquí la muestro ahora:
está hecha de sangre palpitada,
de madera de sueños,
de vísceras rosadas,
de música y destino,
del amor que me salva,
del rencor que me falta,
de soles siempre nuevos,
de lunas apagadas,
de soledad, de muerte,
de sombra de palabras.
Que este «digo» las cubra,
como cubre con sombra del abuelo el Algarrobo,
a mi cuna de ayer en «Piedra Blanca».
Publicado en el Suplemento de Cultura del Diario Los Andes de Mendoza - 05 de Febrero de 2010.
* LUIS RICARDO CASNATI: Escritor, artista y arquitecto sanrafaelino. Un referente de la literatura mendocina. Ha publicado catorce libros de poemas y cuentos, y aún tiene inédita una parte importante de su obra. Fue alumno de Alfredo Bufano, quien lo impulsó y alentó a escribir y publicar. Por su obra a recibido numerosos premios y distinciones.